Hubo un destello y un sonido atronador. El muchacho despertó, sobresaltado. Se frotó los ojos y se puso las gafas. Al instante, cogió el cinturón y se lo abrochó, debido a que no le gustaba dormir en el coche con él. Cuando ya lo tuvo puesto, giró la cabeza, pasó la mano sobre el cristal de la ventanilla para quitar el vaho que había causado el cambio del frío helado de fuera al calor que había dentro del coche, para así, poder contemplar el paisaje.
Lo que pudo ver, no era lo típico que se podía esperar de una noche de Agosto. Una tormenta. Las gotas de agua golpeaban ferozmente el coche, como si quisieran destruirlo para herir a sus ocupantes. El chico volvió a girar la cabeza, esta vez para ver al frente. Aparte de a sus padres, solo podía ver aquello que las luces del coche llegaban a alumbrar. A ambos lados de la carretera, solo los árboles se dejaban ver, y allá, un poco más adelante, dos luces rojas, moviéndose. Por la mente del chaval pasaron muchas deducciones de lo que podían ser, pero la luz de un relámpago desveló lo que era. Eran las luces de la parte de atrás de un automóvil.
La marcha del coche seguía por la sinuosa carretera, y siempre, por delante de ellos, esas dos luces rojas, como si se tratasen de dos ojos rojos furiosos que vigilaban constantemente al muchacho. El chico se preguntaba que clase de demonios ocupaban aquel vehículo, que atrocidades les habían llevado a estar conduciendo en una noche así. De pronto, una sombra apareció, cruzando por delante de las luces, y después de que el coche diese un pequeño bote, el padre frenó. Preguntó si todos estaban bien, pero el niño tardó en contestar, ya que estaba ocupado viendo como los dos ojos se iban perdiendo en la oscuridad. Los padres se pusieron los chalecos reflectantes y salieron del coche. Los intestinos y algunos órganos estaban desparramados por el asfalto, rodeados de sangre. Las ruedas habían pasado por encima del pobre animal, arrebatándole la vida. Cuando el padre fue a abrir el maletero, se dio cuenta de que su hijo estaba asomado al cristal trasero, contemplando la escena con cara de terror. Al verle, se dirigió a su esposa, y le pidió que entrara al coche a tranquilizarlo, que ya se ocupaba él de todo. Cuando la mujer se fue, el hombre abrió el maletero, sacó una pala, y arrastró lo que quedaba del zorro a un costado de la carretera, para que nadie más pudiera pisarlo. Ahora, sería alimento para otras criaturas de la noche. El padre volvió, y dejó la pala cuidadosamente en el maletero, lo cerró, y volvió a su asiento. Preguntó a la mujer e hijo como se encontraban. Al saber que estaban bien, metió la llave en el contacto, la giró, y el sonido del motor se escuchó de nuevo. Reemprendieron la marcha. Tras unas cuantas curvas, el niño se dio cuenta de que, probablemente, aquellos ojos endemoniados ya estarían lo suficientemente lejos como para no volver a encontrárselos. Más relajado, apoyo la cabeza en el respaldo, y dejó la mirada perdida en la inmensidad del bosque. Pero no tenía ni idea de lo que le esperaba.
Se escuchó un grito dentro del coche. El padre frenó de golpe, y se giró junto a su esposa, alarmados, para ver que le ocurría al pequeño. Le preguntó que le pasaba, pero el niño solo balbuceaba cosas, no salía de su boca nada entendible. Cuando se consiguió calmar, pudo decir, aunque todavía asustado, que había visto entre los árboles, más allá fuera de la carretera, dos luces rojas que pertenecían a los faros traseros de un coche, el que iba delante de ellos. Había tenido un accidente. Aquellos ojos volvían a encontrarle.
Al principio, los padres no sabían que decir ni cómo interpretar la situación. Que ellos supiesen, no habían visto ningún otro vehículo delante suyo a lo largo de la noche. Su hijo tenía que haber tenido una alucinación. Solo cuando insistió en que deberían ayudarles, vieron algo en sus ojos. No eran los ojos de una persona que mentía. Decidieron ir, aunque solo fuera para echar un vistazo, y así dar a entender a su hijo que no había pasado nada. Se colocaron el chaleco y un chubasquero; cogieron una linterna y salieron del coche.
Fueron hasta el extremo de la carretera, y caminaron siguiendo el camino por dónde habían circulado. La lluvia chocaba cruelmente contra ellos, pero no llegaba a traspasar el impermeable; de eso se encargaba el frío, que penetraba por sus ropas hasta llegar a la piel. El niño, delante de los padres, iba mirando con inquietud entre los árboles, esperando encontrárselos una vez más. Pero no los veía por ninguna parte. Ahora se lo preguntaba. ¿Se estaría volviendo loco? ¿De verdad había un coche delante de ellos? Miró a los padres con cara de decepción, y estos desplegaron una sonrisa, y le cogieron de las manos. Estaban volviendo al coche, cuando de pronto los vio. - ¡Mirad! ¡Allí!- Exclamó el muchacho, con una alegría que no cabía en si. No debería de estarlo, ya que se trataba de un accidente, pero el comprobar que no estaba loco, le alegro bastante. Ahora ni la lluvia ni el frío importaban, tenían que ayudar como fuera.
El terreno por dónde se había salido el coche era bastante peligroso en una noche así. Era como un pequeño barranco, lleno de árboles y maleza. Los padres ya estaban bajando, y al ver que su hijo también lo estaba haciendo, le dijeron inmediatamente que no se moviera más, que les esperara ahí. Le dieron un móvil, y le dijeron que se encargará de avisar a una ambulancia, que ahí abajo no podía ayudar, y que era peligroso. Le dieron un fuerte abrazo, y le dijeron que le querían. Y acto seguido, vio como sus padres se perdían en la oscuridad.
Pasó media hora sin saber nada de ellos, aunque al muchacho le pareció que habían pasado tres horas. De pronto escuchó unos pasos a su alrededor que hizo que se levantará inmediatamente. Caminó un poco en dirección a la oscuridad, gritando el nombre de sus padres, para ver si eran ellos. Pero todo era silencio. Miró a su alrededor, pero no divisaba nada raro. El miedo recorría cada parte de su cuerpo. Consiguió girarse, aunque muy lentamente. Cuando ya lo estuvo por completo, salió volando algo de la oscuridad, que hizo que se cayera de espaldas, rodando por el barranco. Era un cuervo. El muchacho fue incapaz de abrir los ojos durante la caída. Cuando al final, paró, chocando contra un árbol. Y perdió el conocimiento.
El muchacho despertó, empapado. El agua se había filtrado por el chubasquero, y el frío había inmovilizado casi todo su cuerpo. Le costó un buen rato conseguir levantarse. Cuando al fin lo consiguió, distinguió donde estaba. Había ido a parar a pocos metros del coche. Mientras se acercaba, se preguntaba por qué sus padres no habían acudido a su ayuda, cuando de pronto los vio. El cristal delantero tenía un agujero. Suponía que había sido por ahí por donde había salido volando. Sus padres, dentro del coche, yacían muertos. El chico se acercó, llorando. No podía creer lo que estaba viendo. Se quedó mirándolos a través de las ventanillas, sin saber que hacer. Cayó, de rodillas. Después, dejó caer el cuerpo, inerte, al suelo. Y se quedó allí, esperando. De pronto, de la nada, se escuchó una voz, diciendo:
- ¡Corten! Toma buena.
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